REGRESO
La neblina de la madrugada que empezaba a cerrarse alrededor del táxi le confería al automóvil una sensación de existencia única de nave espacial navegando en la ruta atravesando una nebulosa; adentro del vehículo el sueño había abrazado al pasajero Adalberto Santiago, poco después de haberle preguntado al conductor cuánto faltaba para llegar.
Unas dos horas, contestara el hombre.
El reloj marcaba las tres y cuarto cuando el táxi se detuvo en la entrada del pueblo; del otro lado de la ventanilla la neblina cubría el mundo y era atravesada tenuemente por la luminosidad amarillenta de las luces alrededor de la rotonda.
¿Tiene la dirección a mano?, le preguntó el taxista.
Adalberto prefirió seguir a pie, no quería molestar al abogado a esa hora. Y tan bien que había planeado el horario del viaje, pensó, pero la pinchadura de un neumático y la llave de cuatro que el taxista había olvidado en casa lo descompaginó todo. La salvación vino de un piadoso que tuvo a bien darles una ayuda, después de ver pasar de largo cientos de vehículos durante horas. Lo mejor sería caminar las dieciocho cuadras hasta el centro del pueblo y sentarse en un banco de la plaza a esperar que abriera el despacho del abogado. Apenas dio un par de pasos le llamó la atención las ausencias del arco que daba la bienvenida al pueblo y de la garita en la parada de colectivo a su izquierda; y, unos metros más adelante, que los altos pinos que bordeaban la avenida de acceso habían sido cambiados por mudas de la misma planta. Adalberto imaginó que habían crecido desmesuradamente provocando el elevamiento del asfalto con sus raíces. Por lo demás todo continuaba como antes, como siempre.
Hasta que cruzó las vías.
Las casas a la izquierda le parecieron como si las estuviera viendo por primera vez y con muchos terrenos vacíos entre unas y otras.
Adalberto se detuvo. ¿Se habría equivocado el taxista y se encontraba en otro pueblo? ¿Informarse con quién en esa madrugada solitaria? Forzó la vista tratando de ver a través de la neblina el barrio obrero del otro lado de la avenida, la sombra insinuada de los árboles delante del barrio sosegó su espíritu. Decidió cruzar para ver más de cerca. El pastizal había cubierto la vereda, desfigurado el parque jardín, que debía estar delante del barrio, y escondido los bancos a los lados de los caminitos de polvo de ladrillo. Apartando a un lado el pasto con los pies se encaminó más al medio; pero no encontró vestigios ni de loa caminitos ni de los bancos, y, además, los bustos del general Perón y de Evita tampoco estaban más en su lugar de siempre, de lo contrario vería asomar sus cabezas sobre el pastizal. El nerviosismo empezó a transtornarlo. Debía volver a la vereda y tratar de ver en alguna casa el nombre de la avenida. Pasó delante de unas cuantas hasta dar con una donde, al lado de la puerta, pudo leer sobre una placa de esmalte ovalada: Av. San Martín. Pero aún así eso no quería decir nada, todas las ciudades y todos pueblos del país tenían una avenida y una calle con su nombre, con el de Saavedra, de belgrano y de tantos otros próceres. La plaza, si estaba en el pueblo cierto, quedaría a exactas siete cuadras. Miró la hora, el reloj marcaba casi las cinco de la mañana. Siguió adelante como si transitara por un pueblo desconocido. En la siguiente esquina la avenida Sarmiento le devolvió la calma. Esa esquina le era bien familiar, dos cuadras a su izquierda había pasado toda su infancia. Miró la construcción que tenía al lado, en cima de la puerta estaba escrito "Almacén Álvarez", enfrente había una panadería y en la vidriera pudo leer "Panadería La luna", por debajo de la puerta de la cuadra se insinuaba una luz; miró al techo pero la neblina no le dejó ver si salía humo por la chimenea, aunque el aire olía a pan horneado. Adalberto respiró aliviado, eran muchas coincidencias para encontrarse en el pueblo equivocado. Para confirmar cruzó la avenida. Ahí estaba la peluquería pintada de celeste y en frente un boliche sin nombre, hasta donde podía recordar siempre hubo allí una verdulería, pero los negocios cierran mientras otros abren en el mismo lugar, así que ese detalle no le preocupó. Hasta ahí estaba todo bien.
No hay problema, se dijo y volvió tras sus pasos cruzando la avenida en diagonal hacia la panadería donde llamó a la puerta de la cuadra. Escuchó voces y risas en su interior y un momento después un hombre abrió la puerta.
Buen día, amigo, ¿qué se le ofrece?, le preguntó el hombre, mirándolo de arriba abajo.
Buen día. Mire, creo que estoy perdido, ¿me puede decir qué lugar es este? El hombre habría desconfiado de algo porque asomó la cabeza y miró hacia los lados.
Santa Carmen, respondió y preguntó:
¿Desea saber algo más? Se me quema el pan, vio, dijo y sin esperar respuesta cerró la puerta en su nariz, en seguida Adalberto sintió el "trac" seco del pasador. Hubiera querido hacerle un par de preguntas más, pero se dio cuenta que el hombre había sido poco receptivo, quizá se asustó con su presencia a esa hora y preguntándole aquéllo. "Por lo menos estoy en el pueblo correcto", pensó.
Se encaminaba ya a la plaza cuando un auto estacionó cerca de la puerta del bar, entonces se detuvo a observar al conductor. El hombre se acercó, abrió la puerta y prendió las luces. Adalberto consultó el reloj: cinco y media. Dejó pasar cinco minutos y se dirigió al bar.
Buen día, señor, le dijo el hombre, al verlo entrar.
Buen día, respondió Adalberto, arrimándose al mostrador.
¿Qué se le ofrece, diga? Adalberto pidió una ginebra.
¿Usted no es de acá, no?, preguntó el hombre mientras servía dos vasos. Adalberto se tranquilizó al comprobar que el hombre parecía ser más amigable que el de la panadería.
No, vengo de la capital, respondió, no quiso entrar en detalles por eso omitió mencionar que se había criado allí y a apenas dos cuadras.
Mmm, murmuró el hombre y se lo quedó mirando. Adalberto percibió que su respuesta debía estirarse un poco más.
Vengo por asuntos personales, tengo un encuentro con el doctor Rodríguez. El hombre se llevó una mano al mentón y se quedó mirando el techo con una mirada oblicua.
Qué raro, hace años que vivo acá y nunca oí hablar de ningún doctor Rodríguez, ¿Será que es nuevo?. Adalberto se dio cuenta de su error.
Es abogado, aclaró. El hombre volvió a llevarse una mano al mentón, pero esta vez su mirada apuntó al piso.
No, tampoco conozco a ningún abogado con ese nombre, dijo, unos segundos después.
Mire, esta es la carta que me envió. Vea la dirección. El hombre observó detenidamente el remitente y empezó a negar con la cabeza.
Lo siento, amigo, debe haber una equivocación. En esa dirección hay una tienda, la tienda de los Martínez, respondió devolviéndole la carta.
Adalberto salió del bar más confundido que al entrar. El día ya aclaraba y la neblina iba disipándose despacio, cuando Adalberto tuvo una sospecha, o un pálpito, no supo en ese momento cómo definirlo. Pensó que muy bien podía volver al bar y hacerle un par de preguntas más al dueño, pero no queriendo pasar por trastornado reprimió el impulso y en lugar de dirigirse a la dirección indicada en la carta se encaminó a la casa donde había vivido en su infancia. El reloj marcaba las seis y media pasadas.
La casa estaba igual, el cartel donde un día un padrastro que duró poco anunciaba que pintaba casas aún estaba en lo alto de la pared; también la puerta de tablas pintada de verde y al lado, la madreselva enredada al tronco del paraíso; más allá, pasando el ligustrín, la casa de sus tíos. Después otros recuerdos olvidados resurgieron del pasado. Su primo Jorge, el carting, la primera bicicleta, el tío Pepe, la tía Negra y tras esos recuerdos la más improbable realidad: bien delante de sus ojos la puerta de su antigua casa se abrió y él, sí, él mismo, se despidió de su madre con un beso y siguió hacia el colegio. Adalberto se quedó como petrificado sin saber qué pensar ni qué hacer. Después del shock inicial su primer impulso fue seguir al niño, o debería decir seguirse a sí mismo, en ese momento vio a la tía Negra, más flaca y más joven, viniendo hacia la esquina. Ella nunca salía de casa, algunas noches para ver el corso o para visitar alguna hermana, allá a las perdidas. Pero esa mañana se le había dado por salir. Adalberto no pudiendo aguantar el impulso de saludarla le dijo cuando pasó a su lado:
¡Hola, tía! La tía lo miró por un segundo, en la mirada se le notaba la confusión que la embargaba. Inmediatamente puso cara de asombro, hizo un gesto vago y miró hacia la casa y al volverse su cara ya expresaba horror. Él iba a preguntarle en qué año estaban cuando ella cayó desmayada, entonces Adalberto, tanto o más asustado que su tía, salió corriendo y no paró hasta llegar a la entrada del pueblo donde esperó el ómnibus que lo llevaría de vuelta a la capital, convencido de que no regresaría a Santa Carmen nunca más.

Regreso por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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