LA SOSPECHA
Apenas Jasper dobló en la esquina, una señora que venía en sentido contrario, al verlo, se sobresaltó, deteniendo sus pasos de inmediato al tiempo que llevaba las manos al pecho, que palpitaba como asaltado por un ataque repentino de taquicardia. Jasper notó que lo miraba de una manera que le pareció que lo encontraba sospechoso de quién sabe qué cosa. Su rostro, como si la transición de la muerte se produjera vertiginosamente en unos pocos segundos, había empalidecido. Jasper, que también había detenido su andar, titubeando entre seguir o retroceder, optó por lo último. Pero no había avanzado ni cuatro metros cuando un hombre que salía de una tienda, no más verlo, dejó escapar una exclamación de espanto y se apresuró a alcanzar un automóvil estacionado delante de la tienda, tras lo cual salió disparado dejando tras de sí una estela de humo suspendida sobre el asfalto. Por el espejo retrovisor Jasper alcanzó a ver en los ojos del hombre una mirada igual a la de la señora. Ahora un portazo, justo a su lado, desvió su atención: era el dueño de la tienda, que detrás del vidrio de la puerta lo miraba idénticamente igual que los otros dos. Intrigado Jasper se preguntó qué habían visto en él para mirarlo de aquella manera, pero no encontrando ninguna respuesta, cambió de planes de inmediato y tomó el rumbo de su casa.
A media cuadra tres chicas, que pasaban por la vereda de enfrente, salieron corriendo en sentido contrario cuando una de ellas, señalándolo con una mano, gritó:
¡Cuidado!
Jasper, ya asustado con todo aquello, también echó a correr. Cruzaba por el medio de la plaza cuando pasó por dos monjas que conversaban sentadas a la sombra.
¡Dios nos libre y nos guarde!, escuchó que decía una.
Y mientras corría, puertas y ventanas se cerraban a su paso. Perros callejeros no hicieron por menos, corriendo con la cola entre las patas a esconderse en el primer hueco que encontraban.
Por fin, Jasper llegó a su casa, sintiéndose un fugitivo con la ley tocándole los talones. Y la llave que no acertaba la ranura de la cerradura, y la llave que se le caía, y que la metía por el lado contrario, y que se atascaba, y que se negaba a salir, y que volvía a caer. Hasta que, finalmente, logró embocarla adecuadamente.
Traspuesto el umbral, cerró la puerta de un portazo y apoyó su espalda en ella. El pecho le palpitaba más que el de la señora cuando empezó toda esa pesadilla. ¿Qué habían visto en él? ¿Acaso no era el mismo de siempre? ¿A qué venía toda esa sospecha sobre él? Pasó tranca a la puerta y fue directamente a su habitación, dispuesto a examinarse en el espejo. Jasper dejó escapar un grito involuntario de horror, helándosele la sangre en el acto: sus ojos también lo miraban con sospecha.
La Sospecha por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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