LA CRUELDAD

 Rondaba los veinte creo, no recuerdo bien pero tampoco importa, cuando descubrí que mi tía Elvira era una mujer cruel; su cara amarga ya me lo decía desde chico, pero una cosa es una cara y otra el carácter que se esconde detrás de ella; su marido, el tío Juan Carlos, no debía ser menos cruel, aunque no se notaba porque era simpático. 

   Cuando era chico mi mamá, que era su hermana, de vez en cuando la visitaba; la verdad mi mamá era la que siempre visitaba a todas las hermanas, que eran muchas, y a sus tres hermanos; en raras ocasiones ocurría lo contrario, digamos que tenía que estar casi muriéndose para que se molestaran en hacerle una visita. De todas las veces que visitamos a la tía Elvira recuerdo una, era verano y por la tarde, en que mi primo Freddy, vistiendo un pantaloncito corto y una chomba, dejó a la muestra en piernas y brazos muchos moretones; si le pregunté por ello no lo recuerdo, pero eso tampoco importa. Debo resaltar que Freddy siempre parecía estar triste (ahora sé que se debía al maltrato). Pasaron los años y una tarde escuché que mi mamá le contaba a su amiga del alma y confidente, doña Juanita, que Freddy no era hijo legítimo de la tía Elvira y del tío Juan Carlos, sino hijo del tío Byron, uno de los tres hermanos varones de mi madre, pero de los detalles de cómo sucedió que Freddy acabara a los cuidado de mis tíos no voy a hablar porque ni viene al caso, solamente diré que el tío Byron se lo dejó para que lo criara porque él no podía hacerlo. 

   Como dije al principio, rondaba los veinte, y de los moretones de Freddy ya ni me acordaba, cuando volví a escuchar de la boca de mi mamá contándole a su amiga confidente que la tarde pasada mis tíos habían ido al cementerio a visitar la tumba de no sé qué difunto y que uno de los dos perros pequineses, Gin y Ron se llamaban, se le había perdido y que el tío Juan Carlos había pasado toda la noche buscando al perrito, encontrándolo recién por la mañana, clavado por quién sabe cuantas espinas en medio de unos cactus en el jardín de una casa abandonada. Y parecía que el veterinario le dijo que el perrito tenía los días contados, que de hecho fue cierto porque murió a las pocos día. Y, además, que la tía Elvira, al enterarse del desalentador diagnóstico del veterinario, en el mismo instante, cayó en cama (me acuerdo cómo trataba a esos perritos, solo bifes, cero sobras; baño con champú especial y ropitas unas más lindas que las otras). En ese momento fue que me vinieron a la mente los moretones de Freddy nuevamente y su estado de tristeza continua (debía llevarse flor de palizas, el pobre, para sentirse siempre así, no creo que el tío le pegara, pero con seguridad consentía las palizas), entonces imaginé la vida que hubo de tener de chico y la comparé con la vida que tenían los perritos mimados de mis tíos. Y ni les cuento en la profunda depresión en que se sumió ella cuando el perrito, finalmente, se murió; ese día otra vez me volví a acordar de mi primo. 

                                                                        

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La Crueldad por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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