EL INQUISIDOR

 Las llamas crecientes de la hoguera lo hicieron retroceder mientras el humo arremolinado por la ventisca casi le nublaba la visión. Los gritos desgarrados del hereje ya habían cesado, ahora ya los primeros huesos aparecían esporádicamente a través de las lenguas de fuego que, rabiosas, envolvían el cuerpo inerte. Los frailes que lo secundaban desviaban la mirada, pero no él; sus ojos, como hipnotizados, no se apartaban de la figura de aquel espantajo humano en llamas. Sentía que debía certificarse que la silueta del hereje se desmoronase en cenizas, que solo cuando viera el esqueleto pelado su trabajo de extirpar la herejía de la sociedad estaría completo. Sus pensamientos ya descendían a la plaza pública después de haber hablado con Dios cuando la sombra escuálida de su secretario particular se presentó a su lado, carraspeando varias veces. 

    El almuerzo ya casi está listo, obispo, dijo y se quedó esperando. 

    ¿Qué hay para hoy?, preguntó. 

    Papas asadas y bife vacuno, padre. 

   Gracias, pero dile a la cocinera que me demoraré unos veinte minutos más todavía, así que el mío me lo prepare por último, aclaró. 

   Sí, padre, así queda como a usted le gusta: jugoso y mal pasado, dijo el diligente secretario; después se desvaneció a sus espaldas. 

                                                                        

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EL INQUISIDOR por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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