EL CARTEL

  Subí al tren, elegí un asiento contra la ventanilla y, abatido por el día ajetreado que había tenido, me desplomé en él, convencido que dormiría hasta el final del recorrido donde el guarda gentilmente me despertaría y me invitaría a descender. Pero ya en la próxima estación un ruido molesto me despertó. Se trataba de un hombre gordo que luchaba para acomodar en la rejilla sobre los asientos un bulto envuelto en papel celofán. Por fin, cuando se detuvo volví a dormirme en seguida. A poco, unos gritos a mi alrededor volvieron a sacarme del reino de Orfeo; esta vez se trataba de una madre y sus dos hijos, que hablaban tan alto que parecían estar empeñados en que las personas paradas en el andén se enteraran de qué se trataba su conversación, o mejor dicho, aquel coloquio entre locos o tres medios sordos. Por suerte bajaron en la siguiente estación. Volví a cerrar los ojos y no percibí cuando el tren volvió a arrancar. Pero mi sueño duró lo que duró el corto trecho que separaba la estación que dejamos atrás y la próxima. Esta vez se trató de una abuela que, no conforme de despedirse de los suyos antes de subir, seguía haciéndolo vía celular, y parece que cuanto más se alejaba el tren la comunicación se debilitaba porque la señora subía gradualmente el volumen de su voz, hasta que la comunicación se cortó (ella lo hizo saber al quejarse de ello con una puteada), pero lejos de apaciguarse la siguió, quejándose de las telefónicas con el hombre gordo, que le contestaba asintiendo con la cabeza mientras ella hablaba por los dos. Entretanto yo, detrás de los párpados, luchaba contra los pensamientos que nunca acababan de desaparecer por completo. Durante tres estaciones la señora parlanchina me tuvo así, haciendo equilibrio sobre la delgada línea que separa el mundo onírico del mundo de la vigilia; y para despedirse, al pararse antes que el tren se detuviera completamente, trastabilló, amagó caerse contra el hombre gordo, pero agitó con tal ímpetu los brazos que cayó sentada sobre mis piernas. La ayudé a sacármela de encima reprimiendo las ganas de revoleárla por la ventanilla, finalmente, agarrándose de los bancos a ambos lados del pasillo, desapareció de mi vista. Como me quedó la sensación de que nuevamente alguien volvería a interrumpir mi sueño, abrí el maletín, saque una hoja en blanco, escribí en letras bien grandes "POR FAVOR, NO MOLESTAR", la enganché en un botón del saco, apoyé la cabeza en la ventanilla y cerré los ojos. Afuera ya era noche.

   Después de bastante tiempo un violento sacudón me despertó, abrí los ojos y vi que era el guarda, me pedía el boleto. Aún aturdido, no entendí qué quería decir con eso del boleto, hasta que noté que ya era de día. 

   ¿Qué pasó, no me diga que pasé la noche durmiendo acá?, le pregunté, y después, ¿por qué no me despertó anoche cuando llegamos? Él, señalando el cartel, me hizo un gesto que yo entendí que significaba como "qué quería que hiciera". 

                                                                              

Licencia Creative Commons

EL CARTEL por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

Comentarios

Entradas populares de este blog

SOBRE UNA CRÓNICA

PARTE DE LA CREACIÓN

ADÁN