LA TRAPECISTA

Hacía años que no pisaba un circo, no porque cada vez queden menos, sino por no encontrarle ya ninguna gracia; es decir, que siento que ha perdido la magia, eso pienso, aunque sospecho que su magia haya quedado en la niñez. No sé, el león atravesando un aro de fuego, el payaso que recibe un bofetón y se desparrama escandalosamente, el mago y los conejos, los perritos obedientes definitivamente ya no me van ni me vienen, más bien, dado los métodos a que son sometidos para adiestrarlos, me resulta todo un horror, y ni hablar del deplorable elefante, arrastrando los pies cansados mientras da la vuelta a la arena con los ojos perdidos en los recuerdos. Lo que sí volvió a conmoverme, ¡y vaya conmoción!, fue la trapecista. He aquí el motivo de mi presencia aquella noche debajo de la carpa de los horrores, a pesar del aburrimiento, las carcajadas escandalosas, el chirrido estridente de los críos, los gritos de asombro, el paroxismo, el delirio y el pataleo ensordecedor sobres los tablones de las tribunas y el polvo que me envolvía con su manto gris y germinoso.

Entretanto esperaba el número del trapecio, me entretuve recordando los detalles del encuentro primero y único hasta el momento con la trapecista. Esperaba con mis compras en los brazos en la fila de la caja del supermercado cuando la vi: pagaba su compra mientras le contaba a la cajera lo que hacía en el circo. Era realmente hermosa, del tipo de belleza que hipnotiza a tal punto que los ojos se revelan contra la mente y cuando desaparece del campo de visión su rostro sigue tercamente adherido en la memoria para siempre. Por eso aún hoy la recuerdo, porque incluso después de la caída, desplomada sobre el charco de sangre, que iba agrandándose sobre la arena a su alrededor, continuaba irradiando hermosura. 

                                                                         Fin. 

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LA TRAPECISTA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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