EL DOCTOR HOOD

Temían que no volviera, que algo que se negaba a su entendimiento frustrase el viaje. A un viejo lo afligía el dueño de la casa que alquilaba; el viejo nunca se había atrasado pero sabía que si hubiera una primera vez sería la última. A una viejita, que apenas si podía con su esqueleto, la aflicción era por cuenta de los benditos remedios, garantía de un mes más de vida. Una muchacha no despegaba los ojos de la plataforma mientras se imaginaba en una otra, diferente a la que miraba fijo, subiendo al ómnibus que la llevaría lejos de los celos de un novio que un día, por su misma enfermedad posesiva, acabaría por quitarle la vida y ella sería entonces una menos. Y por último dos hermanos que, los sueños aplastados por la realidad de la ciudad grande, temían que un padre ya muy viejito se muriera sin haberle visto las caras desde que abandonaran el pueblo, de eso hacía ya quince largos años. De repente, un temblor hizo balancear todos los muebles del recinto, algunos frascos cayeron al piso haciéndose trizas y sobre los tirantes del techo chirriaron las chapas. Y como un espejismo, la cápsula se materializó sobre la plataforma, levantando una nube de vapor inodoro, y del emergió el doctor Hood. "Aleluya", "Gracias a Dios" y "Bendito sea, ha vuelto sano y salvo", lo recibieron, la esperanza en cada mirada, el agradecimiento en cada palmada en los hombros. El doctor cruzó los brazos sobre el pecho, agradeciendo tan emotiva demostración de cariño y estima, y después les dijo los número que saldrían a la cabeza en los nueve sorteos diarios de la quiniela del día siguiente. 

                                                                      Fin. 

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EL DOCTOR HOOD por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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