MARABIR
Los dos hombres asomaron sus siluetas en la cresta de la montaña, resoplando humaredas de vapor que el viento se encargaba de hacer desaparecer en segundos. El más viejo, que era el guía, se encorvó y apoyó las manos en las rodillas, enseguida, mirando al otro le dijo con voz entrecortada:
Ahí lo tenéis… Valle Escondido…, el pueblo del que tantos se habla pero pocos conocen.
Bueno…, a excepción de nosotros dos, acotó.
El más joven, que se llamaba Marabir, se sentó en una roca y mientras aspiraba ruidosamente sus ojos ondulaban por el velo brumoso que cubría la silueta del caserío aún dormido hundido en lo profundo del valle. La huella que conducía a él, como una cicatriz, lo cortaba al medio de punta a punta. Y por entre las columnas de humo, elevándose rectas hasta cierta altura donde el viento las deshacía volviendo el horizonte de un gris difuso, sobresalía, soberano, el bulto oscuro de la fortaleza del señor del lugar.
El viento helado poco a poco enfriaba las carnes. Marabir dijo que empezar a descender de inmediato, pues no quería congelarse.
Bien, entonces... El guía dijo aquello extendiendo una mano. Marabir hurgó dentro del abrigo de donde sacó una talega de terciopelo de la cual extrajo dos monedas de oro.
Ahí tenéis lo acordado, dijo mientras las depositaba en la palma de la mano del otro, que las recibió con una sonrisa de satisfacción.
Bien, hasta aquí llego yo, dijo el guía mientras guardaba las monedas debajo de su abrigo.
Seguid por esta huella que os llevará directo al caserío, recomendó por último.
Marabir miró hacia abajo.
¿Por qué no venís conmigo?, le preguntó al guía, algo en que había insistido otras tantas veces durante el trayecto de tres días. El guía borró la sonrisa que aún dibujaba su boca tras el pago y ensombreció la mirada.
Ya os he dicho lo que se dice por ahí: nadie retorna de Valle Escondido, reiteró.
Además, no quiero terminar como esclavo en las minas, acotó.
Contaba la leyenda que el oro, la plata, los diamantes y otras piedras preciosas que solo la realeza y los ricos comerciantes de todo el reino y más allá de sus límites poseían, provenía de las minas de Valle Escondido, traídas a sus manos por hombres desconocidos que todos desconfiaban ser habitantes del propio Valle Escondido. Pero también se decía que de cuando en vez algún labrador de las laderas, algún pastor de cabras o simples vagabundos desaparecían misteriosamente; y lo que se interpretaba de un modo general era que acababan esclavizados en las minas.
Meras habladurías, amigo, dijo Marabir, como ya os lo he dicho: de allí saldré rico.
Yo no lo creo así, pero allá vos, yo ya me largo, adiós amigo, dijo el guía y volvió tras sus pasos.
Hasta más ver, dijo Marabir y empezó a bajar por la huella.
Las primeras moradas a cada lado del camino en que se había transformado la huella eran simples chozas de barro, de las cuales Marabir adivinaba ojos curiosos ocultos en la penumbra del interior escudriñando sus pasos, al ser alertados por los ladridos de los perros que anunciaban la presencia de un extraño. “Pronto vendrá la guardia del señor de Valle Escondido por mí”, se dijo Marabir mientras sacaba una flauta de la alforja que llevaba cruzada al cuerpo.
De cuando en vez se volvía y sorprendía las siluetas de los curiosos antes que pudieran escabullirse detrás de una puerta o un árbol. Más adelante, a unos cientos de metros por una callejuela lateral, percibió movimiento: era un batallón de los guardias del señor, custodiando una cadena humana de hombres arruinados. “Los esclavos rumbo a las minas”, pensó. Alguien de batallón lo vio y el contingente, a una orden emitida por una voz potente, se detuvo y todos, guardias y esclavos, se lo quedaron mirando. Un guardia corpulento, que debía ser el jefe del batallón, les hizo una señal a sus hombres y éstos, empuñando sus espadas, avanzaron precedidos por el jefe hacia la figura oscura de Marabir, parado en el medio del camino. A pocos metros se encontraban ya cuando Marabir levantó una mano y los guardias se detuvieron en el acto y se quedaron vacilando; el jefe les echó una mirada a sus hombres y luego volvió a observar a la figura oscura, él también vacilaba. Marabir llevó la flauta a sus labios y empezó a tocar una melodía. Las notas mágicas surcaron el aire y penetraron en las mentes de los guardias y de algunos curiosos que, aprovechando su proximidad de la guardia, habían salido de sus casas. Marabir prosiguió su andar y pasó por entre los hombres de la guardia que, los ojos desorbitados mirando hacia el espejismo mental creado por la melodía cautivadora, no lo veían pasar. Marabir hizo una pausa y ordenó:
Seguidme. Luego prosiguió tocando mientras era obedientemente seguido por los guardias y los curiosos que también habían caído en el hechizo, y cuando llegó a la cadena de esclavos, éstos, tal cual la guardia y los curiosos, atrapados por la mágica melodía y a una orden de Marabir, también se unieron a la marcha.
Vos, le dijo al jefe de la guardia, guiadme hasta las arcas. Y así, mientras más curiosos iban siendo influenciados por la magia de la melodía, más grande se tornaba el contingente.
Las arcas quedaban en la fortaleza del señor de Valle Escondido. Allí, nuevos guardias, tanto los de la entrada y como los que se encontraban más allá de las puertas, se unieron al contingente.
Aquí están las arcas, dijo el jefe, la vista clavada en una gruesa puerta de hierro forjado y madera.
Marabir, detuvo la música y le ordenó:
Liberad a estos hombres y traedme todo el tesoro al patio, después continuó tocando. Esclavos, guardias y curiosos entraron al recinto y empezaron a sacar el tesoro en grandes bolsas de cuero.
Vos, le ordenó a un guardia, traed los burros de los corrales, y vosotros, le ordenó a varios esclavos, traed cinco carruajes. Pero tres carruajes cargados hasta el tope fueron suficientes, y ya se aprestaba a partir cuando, de pronto, mientras Marabir impartía alguna orden, desde un ventanal que daba al patio una voz se hizo oír:
¿Capitán, qué sucede ahí abajo? Era el señor de Valle Escondido. Marabir se dio vuelta y volvió a tocar la flauta y la música cautivadora llegó hasta el señor, que también quedó hipnotizado por el hechizo mágico y nada más dijo. Enseguida, detrás del señor, apareció su joven hija, radiante como el sol. Marabir, abalado por la belleza de la joven, por un instante equivocó algunas notas, pero rápidamente se recompuso. Pero la luz irradiada por la joven ya había cautivado el corazón de Marabir, que no vaciló en sentenciarla a un destino lejos de su tierra y de su padre. "Parece que he de llevarme algo más que el tesoro de Valle Escondido, sin dudas su más preciosa joya", pensó mientras sus ojos y su alma se llenaban con la bella imagen de la joven.
Ahora, poneos en marcha, ordenó Marabir, y las tres carrozas abarrotadas tiradas por burros se encaminaron hacia el final del caserío.
Y vos, traedme la hija del señor, le ordenó al jefe de la guardia. El hombre fue tras ella y se la trajo. Marabir paró de tocar y le dijo a la joven:
Seguidme, y ella, tal cual todos, obedeció.
En el trayecto cuando el camino se tornó huela angosta, Marabir ordenó que trajeran más burros y luego a los esclavos cargar las bolsas sobre el lomo de los burros y seguirlo, pero a los guardias y a los curiosos que volvieran a sus casas y se acostaran a dormir.
La comitiva de Marabir pronto llegó a la cima y comenzó el descenso del lado opuesto. Habían caminado medio día cuando llegaron a una bifurcación del camino, por donde haría un desvío y por el cual, caminando hasta el anochecer y continuando hasta media mañana del día siguiente, llegarían a la playa, donde un barco esperaba listo para zarpar rumbo al reino de Marabir, del otro lado de las grandes aguas.
En algún lugar de la marcha Marabir le ordenó a la hija del señor de Valle Escondido, que marchaba montada en uno de los burros, que durmiera. Resuelto el inconveniente que representaba la muchacha despierta y los esclavos, porque le era humanamente imposible tocar la flauta durante el tiempo que durara la marcha, les contó a estos últimos lo que tenía planeado hacer apenas llegasen a la playa. Con lo que la marcha continuó tal cual la planeara Marabir.
El sol ya casi alcanzaba el cénit cuando Marabir divisó las siluetas marrones de la flota, anclada cerca de la playa.
Apenas fueron avistados por los hombres que habían quedado montando guardia en la playa, éstos hicieron sonar sus cuernos. Era la señal para que los que habían quedado en los barcos bajaran las barcazas al agua y vinieran por el tesoro.
¿Y esta hermosa joven, príncipe Marabir?, preguntó uno de sus hombres.
Marabir tocó la flauta unos instantes, después le ordenó a la muchacha que despertase. La joven miróa atontada para todos lados.
¿Cuál es vuestro nombre, bella señorita?, le preguntó Marabir.
Engla, pero...
Marabir volvió a tocar la flauta y enseguida le ordenó que volviese a dormir.
Es mejor que continúe durmiendo hasta que nos encontremos en al mar, dijo Marabir, guiñándole un ojo al que había preguntado, con lo que de ahora en más es la princesa Engla, la futura nuera del rey Oramdir, mi padre. Luego les ordenó a los esclavos que cargaran todas las bolsas a los botes menos tres.
Tomen estas tres bolsas, los burros y vuelvan a sus casas. Sois libres ahora, iros en paz, les dijo a los esclavos.
Ya en alta mar, Marabir tocó la flauta y le ordenó a Engla despertar. Confusa, Engla miró en su entorno; todo se movía de una manera sinuosa y las paredes de madera de la habitación chirriaban continuamente, como si las tablas fueran a rajarse.
¿Dónde estoy, y quién sois vos?, preguntó.
Marabir, sonriente, le dijo:
Estamos navegando las grandes aguas y en algunos meses llegaremos a Siempre Verde, el reino donde mi padre, Oramdir, es el rey, y mi nombre es Marabir, para serviros.
¿Y mi padre, qué habéis hecho con él, dónde está? Engla había saltado de la cama y ahora miraba a través de una escotilla el agua infinita.
Vuestro padre está bien, en su fortaleza como siempre, dijo Marabir.
Engla, lo miró fijo:
¿Y por qué estoy siendo secuestrada, qué os traéis entre manos?, preguntó mientras miraba buscaba con la mirada la puerta del camarote. Marabir, el príncipe que odiaba la guerra y por eso con su flauta encantaba a sus enemigos y los despojaba de sus tesoros, de donde se basa todo poder, tomó la flauta y mientras empezaba a tocar la melodía mágica y Engla caía bajo su hechizo, pensaba que su futura esposa hacía demasiadas preguntas que solo el tiempo se encargaría de responder.

MARABIR por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.
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