EL PROFANADOR

La luna llena le daba a la calle polvorienta un aspecto surrealista. A lo lejos, esporádicos ladridos de perros se sumaban al chirriar de las ruedas de la bicicleta; por lo demás, solo quietud y serenidad. Más allá de la arboleda a su derecha, la mancha gris del muro del cementerio indicaba su destino bajo la noche solitaria. 

   Largó la bicicleta debajo de una enramada, desató la pala de jardín y la barreta del asiento trasero y dirigió sus pasos furtivos hacia el enrejado de la entrada. 

   Ese día por la mañana, habían dado sepultura a Porfirio Rivarola, un comerciante del pueblo; conocido por su fanfarronería. Vivía diciendo que cuando muriera su deseo era ser enterrado con todo el oro que cargaba siempre encima: un anillo, una pulsera y una cadena con un crucifijo, además de los cuatro dientes del mismo metal. 

   El ladrón no albergaba muchas esperanzas en las joyas, porque tal vez la viuda no lo hubiera permitido, pero los cuatro dientes ya valían el sacrilegio presto a realizar. 

   Su sombra furtiva se deslizó como un fantasma por entre los túmulos; el camino lo tenía muy bien memorizado, ya que había acompañado de lejos el sepelio mientras simulaba  limpiar una tumba cualquiera. Ahora, arrodillado junto al túmulo, paleaba la tierra floja con la urgencia que el momento requería. Al poco tiempo sintió el primer golpe dando en la madera, entonces apuró las paladas hasta que la tapa quedó totalmente despejada. Largó la pala y agarró la barreta; y mientras forzaba la tapa pensaba en el rostro del finado después que, con la misma barreta, se lo destrozara para hacerse con los dientes. Esa parte le revolvía un poco el estómago, pero la ganancia obtenida luego borraría la horrible imagen de su mente. 

   De pronto oyó un "clac" seco. 

   Dejó a un lado la barreta y levantó la tapa. La luz plateada de la luna iluminó el rostro pálido del finado, además de dos puntitos luminosos donde debían estar sus ojos cerrados; en seguida, un alarido horrible emergió de la boca de Porfirio Rivarola al tiempo que erguía el cuerpo y amagaba a salir del hueco. 

   "Gracias amigo", le dijo a su providencial salvador, pero el profanador no lo pudo oír, había muerto del susto. 

                                                                  Fin.  

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EL PROFANADOR por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.

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